Quinta de Aveleda, en Penafiel. Portugal
Portugal ha caminado hacia la modernidad tras décadas de oscuridad. Sin demasiado ruido, la Región de los Vinhos Verdes ha vivido su particular revolución enológica y es ahora cuando se muestra al mundo en todo su esplendor.
Hace unos años los lectores de Sobremesa fueron testigos de excepción de una iniciativa pionera: un enfrentamiento entre las dos orillas del Miño mediante una cata a ciegas de Albariños españoles de Rías Baixas y Alvarinhos de la Región de los Vinhos Verdes. Se trataba, a priori, de un duelo ibérico claramente descompensado. Pero una selección formada por expertos de ambos países dictó sentencia y, contra todo pronóstico, los vinos portugueses coparon los primeros puestos. ¿Qué había ocurrido? Simplemente que los nuevos vinhos verdes ya estaban ahí desde hacía tiempo y solo había que descubrirlos.
Hasta hace algunos años, estos vinos estaban considerados como una especie de souvenir gastronómico del norte de Portugal, perfectos para acompañar a cualquiera de las recetas de bacalao –dicen que hay 365, una para cada día del año- que se elaboran en el país. El cultivo primitivo en minifundios y la prohibición de plantar grandes viñedos en la zona impuesta por el gobierno de Salazar había desterrado al vinho verde al consumo regional y casero. Hace dos décadas y libre ya de restricciones, la Comissão de Viticultura da Região dos Vinhos Verdes (CVRVV)puso los puntos sobre las íes e instó a las bodegas de la zona a centrar su producción en los blancos, mucho más comerciales y fáciles de exportar. Los productores aceptaron el reto y las correspondientes subvenciones, pero una transformación de tal magnitud necesitaba de algo más que un simple cambio de mentalidad empresarial y una inyección económica. Afortunadamente, el cambio de milenio trajo consigo una nueva generación de enólogos con amplitud de miras dispuestos a encabezar una de las mayores reconversiones vinícolas de la historia de Portugal.
Cualquiera que se adentre en la Región de los Vinhos Verdes desde Galicia no encontrará, a priori, grandes diferencias entre ambos paisajes. El Minho, al norte; el majestuoso Douro, al sur; el océano Atlántico, al oeste; y varios sistemas montañosos al este acotan la región como si de un inmenso anfiteatro se tratara. Su escenario, pintado de verde por cientos de bosques de pino y eucalipto, tierras de pasto y cultivos, es una sucesión de frondosos valles fluviales en los que la vegetación se muestra especialmente exuberante. Los ríos Este, Cávado, Lima y Támega no cesan de dar riqueza a una tierra que parece tener vida propia. En sus pueblos y aldeas, donde no parece pasar el tiempo, reina la tranquilidad y el sosiego. Pero, sin duda, lo que marca la diferencia entre el paisaje gallego y portugués es el viñedo, integrado entre casas, bosques y montañas como en ningún otro lugar de la Península Ibérica. Toda la región está salpicada de viñas y cada campo de cultivo, por pequeño que sea, está rodeado de su particular ramado. Las parras de Alvarinho, Loureiro y Trajadura mantienen la esencia de un vino cuya presencia es imprescindible en cualquier hogar del norte de Portugal y del que, por fin, podemos disfrutar sin complejos en cualquier parte del mundo.
FUENTE: SOOBREMESA.es